martes, 22 de marzo de 2011

Esperanza

Japón lloró pero no sucumbió, sus gentes lamentaron las perdidas humanas por encima, lógico, del bien material pero no se resintieron con la implacable fuerza de la naturaleza. Al contrario, su sabiduría milenaria dio ejemplo al mundo de entereza, de capacidad de reacción, de asimilación al dolor, de civismo y humanidad. Respeto profundo por sus semejantes hemos visto en imágenes, al fin y a la postre su tragedia se difundió al planeta en vivo y en directo.

Libia se mata, se asesina. El anti líder Gadafi acude al terror para ahuyentar la mínima posibilidad que lo tumbe del poder, Seif Islam, hijo de éste, hace las veces de escudero retando a su enemigo occidente, alzándose en voz y armas. El mundo les escuchó y la coalición no dudó en ocupar espacio aéreo para frenar según ellos los ataques a la población civil. Las operaciones en cabeza de Francia o de Estados Unidos o de la OTAN, no se han puesto de acuerdo, dejan como resultado ataques, bombas, misiles, muertos y más muertos; el país árabe también llora.

La atención puesta en estas dos realidades recuerda un juego de tenis que jamás podrá quedar en tablas. El pulso informativo de los últimos tiempos no tendrá esta vez un ganador.

El otro día en la red social leía el perfil de una amiga que se dolía por la desesperanza del mundo y me preguntaba si esta sería la razón por la cual veía en mi realidad, vista a través del televisor y la red, a falta de ventanas, solo pérdidas y ruinas. 

Pero bastó con verme en esta habitación sombría de hospital para saber que hoy mas que nunca soy un hombre lleno de esperanza. Mi compañero de cuarto en las últimas tres semanas reforzó aquel sentir, al igual que los muchos otros que por su condición aquí se encuentran. Queremos salir del encierro y devorarnos el planeta aunque muchas veces sea el planeta y sus gentes quienes nos devoran.

Mientras haya salud hay vida, mientras hay vida no muere la esperanza.






sábado, 12 de marzo de 2011

En construcción

Esta es la séptima noche que paso en la habitación número 62, de la escalera 9, de la planta 2 de este hospital. 

Permanezco sentado en el sillón dispuesto al lado de una de las literas mecánicas que aquí se encuentran, la otra ahora mismo está siendo ocupada por Domingo, quién ya duerme, descansa, no solo de la fatiga del día, también del peso a cuestas de los 82 años ya vividos. 

Me centro en la pantalla del que llamamos portátil  y con soltura, mi mano derecha comienza a reproducir el dictado que le ordeno, no así mismo sucede con la izquierda, que no carece de destreza pero si se encuentra agobiada. Las manguerillas que conducen las soluciones de suero y glucosa desde las bolsas que penden de lo alto del gotero móvil, directo a la vía que entra a una de mis venas, truncan el libre movimiento, el vaivén de mi muñeca.

El estrecho pasillo de entrada a la Unidad de Medicina Interna, que en fase final topa con mi puerta, trae consigo el barullo de las enfermeras de turno y uno que otro lamento de dolor, de angustia. El escenario de tribulación despierta la conciencia de mi estado, estoy enfermo, al igual que los otros, los de fuera; aunque ahora mismo no me duela nada, mi condición de enfermo la gané al convertirme en residente de este lugar.

La mañana del viernes 4 de marzo, sobre las 10 y 20 de la mañana, llegué al Clinic de Barcelona para un examen de exploración que en días anteriores me había sido programado, sería una endoscopia para determinar la causa del por qué no podía tragar. Repentinamente y de forma progresiva, comencé a sentir como mi garganta se estrechaba y no podía pasar comida. ¡Dios! resultado de la ansiedad y la impotencia cada bocado era un manjar que no estaba a mi alcance, un cuerpo sin alimento es como un motor sin combustible pensaba, y ciertamente me fui debilitando, mientras los últimos días transcurrían bebiendo zumos, y potajes, haciendo maromas para comer purés y licuados, trabajaba exhausto y con una sensación de hambre que me llevaba al desespero.

Luego de dos horas desde mi ingreso a la sala de exploración, despertaba aún embotado por el efecto de la anestesia. El resultado mostraba que padecía de una Estenosis esofágica por factor extrínseco desconocido. Nada concluyente que me dijera la razón del por qué mi esófago estaba estrecho, casi cerrado; tras la lectura del informe se ordenó mi ingreso a este hotel de desvalidos.

La sala de urgencias estaba llena, allí tuve que esperar horas interminables, suerte que mi esposa me acompañaba desde temprano y permaneció conmigo las primeras de inicio al tedio. Cuando estás en un lugar como éste tienes dos opciones, clamar por ser atendido lo más pronto posible y mitigar el dolor propio con el débil consuelo que te da el ver un sufrimiento mayor en otro, o pararte de la silla e irte; está claro que hice lo primero.

Aquella noche fui ingresado y puesto en observación, tumbado en una camilla dentro de una caja prefabricada con las medidas de una minúscula habitación...